Ana Sabrina Mora
Ponencia presentada en las V Jornadas de Sociología de la Universidad de La Plata.Me encuentro realizando una investigación etnográfica acerca de la construcción de cuerpos y de subjetividades en relación al proceso de formación en danzas clásicas, danza contemporánea y danza – expresión corporal. En esta ponencia me propongo presentar algunos avances de la construcción del marco teórico de dicha investigación. Me centraré en la cuestión de la agencia y en el rol que ésta cumple en la conformación de subjetividades y de experiencias corporales, tomando en cuenta perspectivas teóricas provenientes de la antropología del cuerpo (particularmente, la aproximación fenomenológica del embodiment), y de la teoría del género; y discutiré los alcances y limitaciones de la perspectiva de género para abordar el análisis del cuerpo y de la danza.
Diversas investigaciones del campo de la teoría del género se han ocupado de la exploración de los procesos de construcción de sujetos dentro de la estructuración de géneros como red de relaciones de poder y de desigualdad; y también han considerado los múltiples mecanismos de agencia y de resistencia, tomando en cuenta tanto las confrontaciones y las rupturas, como las formas de agencia más acotadas, centradas en los cambios en las subjetividades y en las experiencias individuales. Por otro lado, las investigaciones socioantropológicas sobre el cuerpo se han ocupado de analizar las vinculaciones entre las experiencias, las representaciones y las prácticas que tienen lugar en torno al cuerpo y desde el cuerpo. En el cruce entre estas perspectivas, he encontrado herramientas teórico-conceptuales de utilidad para comprender los complejos procesos de construcción de cuerpos y de subjetividades.
Cuerpo, agencia y subjetividad
En el análisis de las experiencias y sus conexiones se ve que el cuerpo produce subjetividad, produce formas especiales de vincularse con el mundo y con los otros, produce conocimiento. No hay duda de que el cuerpo es producido desde una historia colectiva, desde una biografía personal, familiar y vincular, desde un contexto histórico, desde un grupo social, desde situaciones, relaciones, miradas y controles. Pero el cuerpo no es sólo receptor, el también produce, desde él se produce. Con el cuerpo también se conoce, y a la vez lo que nos pasa en el cuerpo impacta en la construcción de nuestra subjetividad.
En las dos últimas décadas, el concepto de embodiment ha tenido una creciente importancia en la antropología del cuerpo. Ha sido definido por Thomas Csordas (1993) como la condición existencial en la cual se asientan la cultura y el sujeto. A esta perspectiva le sigue un enfoque metodológico, la fenomenología del cuerpo, que se basa en el reconocimiento del embodiment como sustrato existencial de la cultura y el sujeto (“necesario para ser”), y en el cuerpo (en el sentido de cuerpo viviente, es decir, en su dimensión biológica y material) como punto de partida metodológico más que como objeto de estudio. Los estudios sobre embodiment, de este modo, no son solamente estudios sobre el cuerpo, sino sobre la cultura y la experiencia, entendidas partiendo del ser-en-el-mundo corporizado (embodied); buscando sintetizar la inmediatez de la experiencia corporizada, con la multiplicidad de sentidos culturales en que estamos inmersos (Csordas, 1999).
Michael Lambeck (1998) ha afirmado que tanto las experiencias monistas como las experiencias dualistas son inherentes a la condición humana. Propone la existencia de un dualismo universal presente en el pensamiento en todas las culturas, entendiendo al dualismo cartesiano como su versión occidental. El dualismo no siempre toma la forma de cuerpo/mente, es decir, cuerpo y mente no son categorías universales, pero sí existe siempre más de una categoría (por ejemplo, la tríada cuerpo/mente/espíritu, o la división entre cuerpo activo y cuerpo vegetativo, entre otras posibilidades) para hablar de los dominios que cubren esos dos referentes. Reconocer el dualismo mente/cuerpo no quita que este dualismo no pueda ser trascendido en la práctica, y tampoco implica asumir una distinción tajante entre fenómenos estables que se relacionan de modo definitivo. Considerando el caso de la oposición que hacemos entre mente y cuerpo, Lambeck entiende que éstas no son categorías contrarias ni opuestas, sino inconmensurables; es decir, esas categorías no pueden ser medidas desde un criterio común, ni existe entre ellas una posición intermedia, ni se excluyen la una a la otra, ni cada una es la ausencia de la otra, ni son suficientes cada una por su lado para describir la experiencia humana; mente y cuerpo están implicados uno en el otro, no hay uno sin el otro.
Esta inconmensurabilidad entre mente y cuerpo sugiere que podrán ser producidas tanto ideas monistas como dualistas en relación a la experiencia humana. Como la experiencia humana tiene algo genuinamente dual, entonces los términos para expresarla son inconmensurables.
La mente/cuerpo puede enfocarse partiendo desde el modo en que es representado en la mente, o desde el modo en que es incorporado, vivido en el cuerpo. Aún cuando en la mente podamos distinguir mente de cuerpo, convergen en la práctica. Así, “si, desde la perspectiva de la mente, el cuerpo y la mente son inconmensurables, entonces desde la perspectiva del cuerpo, están integralmente relacionadas” (ibid.: 112). Los cuerpos sirven como íconos, índices y símbolos de la sociedad y de los individuos, pero no son sólo eso. En todas las prácticas situadas, las personas y por ende las relaciones sociales no están simplemente significadas sino activamente constituidas por los cuerpos. La subjetividad y la socializad imparten significado al cuerpo y hacen que el cuerpo sea posible; pero también es cierto que el cuerpo no es sólo su representación, y que tiene un carácter productor de la subjetividad y de la socializad.
La cuestión, en suma, no es dar vuelta los valores de la ecuación cartesiana o de trascender el dualismo celebrando el cuerpo a expensas de la mente o reduciendo las categorías mente/cuerpo a una sola entidad. Sino de ver siempre a cada uno a la luz del otro, y tomar en cuenta las dimensiones productivas de esta relación de inconmensurabilidad. Aún entendiendo al embodiment como la conjunción de la mente y el cuerpo, podemos reconocer que las prácticas corporizadas (embodied) son llevadas a cabo por agentes que pueden producir una objetivación conceptual sobre esas prácticas. El embodiment siempre deja abierta la posibilidad para la auto-reflexión y para comprender las implicaciones de las posibilidades de agencia. Los modos en los cuales se establece la dialéctica del cuerpo y la mente “da forma a la experiencia, modela la personalidad y la conexión social, y apoya la agencia en las instituciones políticas, morales, religiosas y terapéuticas” (ibid.: 118).
Tanto la perspectiva de Csordas como la de Lambeck (a las que podemos sumar los posicionamientos de Jean y Jonh Comaroff o la de Michael Jackson, entre las más salientes), son herederas de Maurice Merleau-Ponty, y, más recientemente, de la perspectiva analítica de Pierre Bourdieu y su énfasis en el nivel de las prácticas. Han trabajado a partir del concepto de habitus, y su énfasis en la naturaleza incorporada (embodied), performativa y mimética de la internalización, y especialmente a partir del potencial generador del habitus corporal.
Bryan Turner, Steven Wainwright y Clare Williams han resaltado las semejanzas entre el concepto de habitus y el de embodiment. Se apoyan en el modo en que Bourdieu liga la práctica, y con ella la agencia, con la estructura de campos y capitales, a través del proceso de habitus, entendidos como “constantemente creados y replicados por las conexiones recíprocas entre agencia y estructura” (2006: 547). La agencia tiene que ver con las dimensiones dinámicas y potencialmente transformadoras del habitus. Considerar estas dimensiones generadoras del habitus, y no sólo su carácter reproductor y determinante, permite ver que suele dejar algún lugar para maniobrar, pudiendo generar cambios lentos o incluso abruptos; por ejemplo, la posibilidad de cambio puede residir en el componente reflexivo que puede existir en un habitus. La ligazón entre habitus y embodiment está dada porque ambos permiten dajar de pensar en mente y cuerpo, y también en acción y estructura, como categorías separadas, y por el hecho de que los cuerpos expresan el habitus del campo en que están situados.
En síntesis, los desarrollos actuales de la antropología del cuerpo (especialmente, las perspectivas basadas en el embodiment), abren el juego a las posibilidades de agencia que residen en el cuerpo/mente. Propongo enriquecer estas perspectivas con investigaciones del campo de los estudios de género que se centran en la cuestión de la agencia, a través de enfoques que despliegan la matriz teórica de Michel Foucault.
Diversas investigaciones del campo de la teoría del género se han ocupado de la exploración de los procesos de construcción de sujetos dentro de la estructuración de géneros como red de relaciones de poder y de desigualdad; y también han considerado los múltiples mecanismos de agencia y de resistencia, tomando en cuenta tanto las confrontaciones y las rupturas, como las formas de agencia más acotadas, centradas en los cambios en las subjetividades y en las experiencias individuales. Por otro lado, las investigaciones socioantropológicas sobre el cuerpo se han ocupado de analizar las vinculaciones entre las experiencias, las representaciones y las prácticas que tienen lugar en torno al cuerpo y desde el cuerpo. En el cruce entre estas perspectivas, he encontrado herramientas teórico-conceptuales de utilidad para comprender los complejos procesos de construcción de cuerpos y de subjetividades.
Cuerpo, agencia y subjetividad
En el análisis de las experiencias y sus conexiones se ve que el cuerpo produce subjetividad, produce formas especiales de vincularse con el mundo y con los otros, produce conocimiento. No hay duda de que el cuerpo es producido desde una historia colectiva, desde una biografía personal, familiar y vincular, desde un contexto histórico, desde un grupo social, desde situaciones, relaciones, miradas y controles. Pero el cuerpo no es sólo receptor, el también produce, desde él se produce. Con el cuerpo también se conoce, y a la vez lo que nos pasa en el cuerpo impacta en la construcción de nuestra subjetividad.
En las dos últimas décadas, el concepto de embodiment ha tenido una creciente importancia en la antropología del cuerpo. Ha sido definido por Thomas Csordas (1993) como la condición existencial en la cual se asientan la cultura y el sujeto. A esta perspectiva le sigue un enfoque metodológico, la fenomenología del cuerpo, que se basa en el reconocimiento del embodiment como sustrato existencial de la cultura y el sujeto (“necesario para ser”), y en el cuerpo (en el sentido de cuerpo viviente, es decir, en su dimensión biológica y material) como punto de partida metodológico más que como objeto de estudio. Los estudios sobre embodiment, de este modo, no son solamente estudios sobre el cuerpo, sino sobre la cultura y la experiencia, entendidas partiendo del ser-en-el-mundo corporizado (embodied); buscando sintetizar la inmediatez de la experiencia corporizada, con la multiplicidad de sentidos culturales en que estamos inmersos (Csordas, 1999).
Michael Lambeck (1998) ha afirmado que tanto las experiencias monistas como las experiencias dualistas son inherentes a la condición humana. Propone la existencia de un dualismo universal presente en el pensamiento en todas las culturas, entendiendo al dualismo cartesiano como su versión occidental. El dualismo no siempre toma la forma de cuerpo/mente, es decir, cuerpo y mente no son categorías universales, pero sí existe siempre más de una categoría (por ejemplo, la tríada cuerpo/mente/espíritu, o la división entre cuerpo activo y cuerpo vegetativo, entre otras posibilidades) para hablar de los dominios que cubren esos dos referentes. Reconocer el dualismo mente/cuerpo no quita que este dualismo no pueda ser trascendido en la práctica, y tampoco implica asumir una distinción tajante entre fenómenos estables que se relacionan de modo definitivo. Considerando el caso de la oposición que hacemos entre mente y cuerpo, Lambeck entiende que éstas no son categorías contrarias ni opuestas, sino inconmensurables; es decir, esas categorías no pueden ser medidas desde un criterio común, ni existe entre ellas una posición intermedia, ni se excluyen la una a la otra, ni cada una es la ausencia de la otra, ni son suficientes cada una por su lado para describir la experiencia humana; mente y cuerpo están implicados uno en el otro, no hay uno sin el otro.
Esta inconmensurabilidad entre mente y cuerpo sugiere que podrán ser producidas tanto ideas monistas como dualistas en relación a la experiencia humana. Como la experiencia humana tiene algo genuinamente dual, entonces los términos para expresarla son inconmensurables.
La mente/cuerpo puede enfocarse partiendo desde el modo en que es representado en la mente, o desde el modo en que es incorporado, vivido en el cuerpo. Aún cuando en la mente podamos distinguir mente de cuerpo, convergen en la práctica. Así, “si, desde la perspectiva de la mente, el cuerpo y la mente son inconmensurables, entonces desde la perspectiva del cuerpo, están integralmente relacionadas” (ibid.: 112). Los cuerpos sirven como íconos, índices y símbolos de la sociedad y de los individuos, pero no son sólo eso. En todas las prácticas situadas, las personas y por ende las relaciones sociales no están simplemente significadas sino activamente constituidas por los cuerpos. La subjetividad y la socializad imparten significado al cuerpo y hacen que el cuerpo sea posible; pero también es cierto que el cuerpo no es sólo su representación, y que tiene un carácter productor de la subjetividad y de la socializad.
La cuestión, en suma, no es dar vuelta los valores de la ecuación cartesiana o de trascender el dualismo celebrando el cuerpo a expensas de la mente o reduciendo las categorías mente/cuerpo a una sola entidad. Sino de ver siempre a cada uno a la luz del otro, y tomar en cuenta las dimensiones productivas de esta relación de inconmensurabilidad. Aún entendiendo al embodiment como la conjunción de la mente y el cuerpo, podemos reconocer que las prácticas corporizadas (embodied) son llevadas a cabo por agentes que pueden producir una objetivación conceptual sobre esas prácticas. El embodiment siempre deja abierta la posibilidad para la auto-reflexión y para comprender las implicaciones de las posibilidades de agencia. Los modos en los cuales se establece la dialéctica del cuerpo y la mente “da forma a la experiencia, modela la personalidad y la conexión social, y apoya la agencia en las instituciones políticas, morales, religiosas y terapéuticas” (ibid.: 118).
Tanto la perspectiva de Csordas como la de Lambeck (a las que podemos sumar los posicionamientos de Jean y Jonh Comaroff o la de Michael Jackson, entre las más salientes), son herederas de Maurice Merleau-Ponty, y, más recientemente, de la perspectiva analítica de Pierre Bourdieu y su énfasis en el nivel de las prácticas. Han trabajado a partir del concepto de habitus, y su énfasis en la naturaleza incorporada (embodied), performativa y mimética de la internalización, y especialmente a partir del potencial generador del habitus corporal.
Bryan Turner, Steven Wainwright y Clare Williams han resaltado las semejanzas entre el concepto de habitus y el de embodiment. Se apoyan en el modo en que Bourdieu liga la práctica, y con ella la agencia, con la estructura de campos y capitales, a través del proceso de habitus, entendidos como “constantemente creados y replicados por las conexiones recíprocas entre agencia y estructura” (2006: 547). La agencia tiene que ver con las dimensiones dinámicas y potencialmente transformadoras del habitus. Considerar estas dimensiones generadoras del habitus, y no sólo su carácter reproductor y determinante, permite ver que suele dejar algún lugar para maniobrar, pudiendo generar cambios lentos o incluso abruptos; por ejemplo, la posibilidad de cambio puede residir en el componente reflexivo que puede existir en un habitus. La ligazón entre habitus y embodiment está dada porque ambos permiten dajar de pensar en mente y cuerpo, y también en acción y estructura, como categorías separadas, y por el hecho de que los cuerpos expresan el habitus del campo en que están situados.
En síntesis, los desarrollos actuales de la antropología del cuerpo (especialmente, las perspectivas basadas en el embodiment), abren el juego a las posibilidades de agencia que residen en el cuerpo/mente. Propongo enriquecer estas perspectivas con investigaciones del campo de los estudios de género que se centran en la cuestión de la agencia, a través de enfoques que despliegan la matriz teórica de Michel Foucault.
Perspectiva de género
Siguiendo a Joan Scott, el género puede ser definido tomando en cuenta dos dimensiones constitutivas: “el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos, y el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder” (1993: 88). Como elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias sexuales, el género comprende cuatro elementos interrelacionados: los múltiples símbolos y representaciones culturalmente disponibles; los conceptos normativos, que proporcionan interpretaciones aceptadas de los símbolos, y se expresan en doctrinas que prescriben los significados asociados a lo masculino y a lo femenino; las nociones políticas y las instituciones y organizaciones sociales; y la identidad subjetiva. Mientras la primera parte de la definición podría aplicarse también a otros clivajes constructores de desigualdades (como las clases sociales, la raza, la etnicidad o la edad), la segunda corresponde específicamente a una teorización sobre el género, al afirmar que éste es la forma primaria de las relaciones de poder. Como la diferencia sexual es entendida socialmente como la forma primaria de toda diferenciación significativa, entonces el género cumple un rol crucial en la organización de la desigualdad, dada su función legitimadora de las desigualdades sociales, al facilitar la decodificación de diferentes formas de interacción humana; la relación naturalizada (es decir, construida socialmente pero representada y experimentada como natural) entre varón y mujer, se encuentra en la base de la comprensión y de la legitimación de otros tipos de desigualdad.
Con el surgimiento de los Women Studies en Estados Unidos en los `70, el género, en tanto categoría central de la teoría feminista, fue definido como el modo de organización social de las relaciones entre los sexos, o como la construcción social de la diferencia sexual. El énfasis estuvo puesto en marcar que las características asociadas a cada uno de los sexos y los modos de relación entre ellos no provenían de un designio natural, sino que eran construidas de acuerdo a un determinado contexto sociocultural. Esto implicaba enfrentarse a la subordinación de las mujeres, basada en su inferiorización. Los sistemas de género, más allá de sus particularidades culturales, son sistemas binarios que oponen varón y mujer, femenino y masculino, y en general se estructuran de modo jerárquico. La construcción de modos diferenciados de ser y de estar en el mundo correspondientes a mujeres y varones, entendida como una producción socio-cultural, se expresa en modos específicos y particulares en los diversos contextos socioculturales. Pero aunque las representaciones y prácticas asociadas a lo femenino y lo masculino varían en las distintas culturas y momentos históricos, la diferenciación de los sexos, y la jerarquización entre los mismos que resulta en general en la subordinación de las mujeres, es según Sherry Ortner (1974) una característica universal de la organización de las sociedades humanas.
Dentro de los enfoques de género (y en particular dentro de la teoría feminista) existen distintas líneas de trabajo. Entre las discusiones más salientes, podemos destacar la que se establece entre las perspectivas que postulan analíticamente y proponen políticamente la igualdad entre los sexos (los enfoques herederos de Simone de Beauvoir) y aquellas que enfatizan sus diferencias constitutivas (el feminismo de la diferencia, con representantes Sylviane Agacinski, Françoise Heritier o Luce Irigaray). Otros debates abarcan desde cuestiones vinculadas al modo de abordar estudios de género (desde los enfoques descriptivos centrados, por ejemplo, en visibilizar la historia de las mujeres, hasta los enfoques basados en lo relacional que afirman que no puede estudiarse un género en forma aislada, y, yendo más lejos, que muchas cuestiones vinculadas a la desigualdad entre varones y mujeres no pueden comprenderse estudiando solamente las construcciones de género sin tomar en cuenta otros clivajes), hasta cuestiones vinculadas a las implicancias y consecuencias políticas de los análisis (con posiciones que van desde la necesidad de tener como fin último la emancipación de las mujeres, hasta críticas profundas a la pretensión de universalizar el programa socialmente situado del feminismo, que en definitiva es una producción de la modernidad occidental), pasando, entre otras discusiones, por el interés actual dentro de los estudios de género en la cuestión de la capacidad de agenciamiento y las relaciones entre lo normativo y las experiencias concretas de los sujetos (con posturas que van desde aquellas que enfatizan el rol de lo normativo y dirigen hacia allí el análisis teórico y la práctica política, hasta aquellas que destacan las posibilidades de transformación que residen en la capacidad de agencia). De todos modos, todos los usos descriptivos, analíticos y políticos del concepto de género, han significado una ruptura con respecto a los núcleos de intereses y al modo de aproximación a objetos de estudio tal como se daban en las ciencias sociales antes de la aparición de esta perspectiva.
Debemos aclarar que, aunque en sus orígenes los estudios de género se ocupaban en realidad de investigaciones acerca de mujeres, la cuestión del género no se agota ahí: desde los `80 comienzan a realizarse estudios sobre la construcción de la masculinidad, entendida como una construcción cultural, histórica y social, que incluye diferentes modelos de masculinidades, condicionadas por la situación y el contexto de los sujetos (incluyendo la clase social, la etnia, la edad, la orientación sexual, la religión, la ocupación, etc.), y que están en constante cambio y son objeto de disputas (Scharagrodsky, 2007). Otro punto importante a aclarar es que la mirada del género no se agota en la consideración de la construcción social de la diferencia sexual entre varones y mujeres, sino que también abarca a las elecciones sexuales; en esta vertiente, interesa analizar, entre otras cuestiones, la construcción y los efectos de la heteronormatividad,
la diversidad GLTTB, o la capacidad disruptiva de lo queer. En los estudios sobre la construcción de la heterosexualidad obligatoria han sido centrales los aportes de Judith Butler (2001, 2005) quien ha construido una perspectiva teórica en donde problematiza la tradicional distinción entre sexo y género (distinción que se encuentra extendida en muchas definiciones del género, donde se entiende que éste es algo que se construye socialmente sobre la base de sexos definidos biológicamente), afirmando que, así como el género, el sexo (y específicamente el binarismo sexual) es una construcción socio-cultural y no una evidencia biológica.
El análisis con perspectiva de género de una práctica no sólo aporta el conocimiento de un modo específico en que se ha dado la construcción de los géneros y sus relaciones. La perspectiva de género también permite aproximarse desde un enfoque particular a un universo específico de prácticas y significaciones. Aunque la cuestión del género no sería suficiente para comprender completamente la red de significaciones en que se basa una práctica, sin la inclusión de esa dimensión no podríamos tener un conocimiento acabado de esas prácticas y de esas redes de sentido.
Aportes de la perspectiva de género al estudio de lo corporal
La perspectiva de género nos permite dar cuenta del modo en que a través de diversas prácticas, representaciones y experiencias tiene lugar la configuración de un orden corporal generizado.
La presencia del género está no sólo en el hecho de que los cuerpos se presentan en géneros (Butler, 2005). Tomando en cuenta el carácter performático del género, entendiendo que el cuerpo es el escenario en que tiene lugar la construcción, la reproducción, la expresión y también la transformación de los géneros y de la diferencia sexual, el análisis de prácticas centradas en lo corporal, como por ejemplo la danza (con la galaxia de representaciones y de experiencias que tienen lugar en relación a su práctica) nos permite aproximarnos a un modo específico en que esa construcción, reproducción, expresión y transformación puede realizarse.
Como toda construcción socio-cultural, las diferencias y desigualdades de género deben ser constantemente recreadas y sostenidas, ya que toda construcción conlleva la posibilidad de cambio.
Es posible poner en discusión la existencia misma de la diferencia sexual biológica, con lo cual tanto el sexo como el género serían construcciones sociales; o podemos entender que la dimensión corporal de esa diferencia existe y que modela gran parte de la experiencia corporizada que tenemos de nosotros mismo y de nuestro mundo. Pero sea cual sea la posición que tomemos, la construcción socio-cultural de los géneros es indiscutible. Es una construcción que tenemos internalizada e incorporada, hecha cuerpo. Desde esa incorporación es que tiene efectividad para modelar nuestra experiencia, y el modo en que experimentamos la particularidad de nuestro género y las diferencias con los otros. La clave está, una vez más, en desnaturalizar los cuerpos y las categorías culturales.
Dentro y fuera del género
En algunos espacios sociales, las nociones centrales que delimitan las prácticas, las representaciones y las experiencias no tienen al género como elemento central. En estos casos el género está presente debido a que lo está en todas las dimensiones de la vida social; pero no es una categoría demarcadora de desigualdades ni de fronteras entre grupos.
Podemos tomar como ejemplo de este juego de género presente-ausente, al caso de los análisis de las vinculaciones entre género e instituciones. Mientras que Joan Acker (1990) entiende a las organizaciones como procesos generizados, en las cuales el género y la sexualidad han sido ocultados a través de un discurso asexual y de neutralización del género, otras autoras reconocen que, auque su interés particular esté puesto en la cuestión del género, no siempre el género es activado como el determinante más poderoso o como la principal frontera de diferenciación (Fuchs Epstein, 1.992); o que en organizaciones en que el género es menos notorio, las características generizadas, masculinas o femeninas, hegemónicamente definidas, tienen menos significancia (Britton, 2000); o que se debe entender el género en relación a otras estructuras de asimetría social, intentando buscar un punto intermedio entre la reificación y la naturalización del género, y la desaparición de esta categoría (Ortner, 1996).
Aunque Acker afirma que no hay instituciones que sean gender neutral, y que tras la apariencia de una neutralidad de género lo que ocurre en realidad es una invisivilización de la centralidad de esta presencia, en casos como el de la Escuela de Danzas Clásicas (donde hemos realizado un trabajo etnográfico) podemos ver como sí hay instituciones en las que las posiciones que en ella se ocupan no se derivan necesariamente de la posición de género; esto no implica que las diferencias y desigualdades de género no existen en ellas de ningún modo, pero no son el factor de diferenciación principal. Tal vez, la centralidad que el cuerpo tiene en la danza implica que su evidencia y su omnipresencia no hacen posible que se produzca su invisibilización, su negación ni su abstracción; no es posible un proceso de disembodiment en un campo en el que el cuerpo es el centro de las experiencias, las representaciones y las prácticas. Y, como siempre que hay cuerpos hay género, entonces no es posible la construcción de un universal masculino que se encubra bajo la apariencia de una neutralidad de género. Por lo tanto, si es que el género debe ser invisibilizado como construcción para poder ser el criterio central de desigualdad, entonces su presencia constante (a través de la presencia constante de los cuerpos), hace que sea solamente algo que “está ahí”, mientras que las diferenciaciones y desigualdades corren por otros caminos.
De todos modos, así como centrarnos sólo en el género resultaría en una análisis sumamente incompleto y forzado, no considerarlo en absoluto por no ser el principio estructurador más saliente resultaría en un análisis insuficiente. Partiendo de esto, aunque las diferenciaciones de género no sean un factor central en la conformación de un espacio social, podemos preguntarnos por ejemplo: ¿cuál es la construcción particular de los géneros que se ha dado a lo largo de la historia de una determinada práctica, y cómo se expresa actualmente?, ¿cuáles son las percepciones sobre las diferencias de género que determinan desigualdades en esos espacios?, ¿estamos ante una actividad generizada? O, de modo más simple, en la práctica que nos interesa investigar ¿dónde está el género?
Una institución, y las prácticas, representaciones y experiencias que en ella tienen lugar, no pueden comprenderse obviando la consideración del género. Pero es igualmente cierto que tampoco podamos comprenderlo enfocando la mirada solamente hacia el género.
Tomando como ejemplo etnográfico a la Escuela de Danzas Clásicas de La Plata, podemos preguntarnos si en ella el género es un principio estructurador de diferencias y desigualdades a su interior, y, por extensión, si lo es en los campos de las danzas que en ella se estudian. Si el género fuera el principal criterio de estructuración de la diferenciación y de la desigualdad dentro de la institución, entonces veríamos que la delimitación de las fronteras que delimitan grupos y clases de personas a su interior tendrían que estar regidas por la adscripción de género. En este caso, deberíamos encontrarnos con que los criterios de accesibilidad, de promoción, de prestigio, de valoración, de legitimidad, de éxito o de fracaso; las fronteras que delimitan los grupos y las clases de personas; las representaciones que guían las experiencias y las experiencias que refuerzan, reproducen o cuestionan esas representaciones; las visiones sobre sí mismo y sobre el propio cuerpo en relación a la posibilidad de acceso a las posiciones deseadas del campo, entre otras variables, deberían tener a la construcción de las diferencias de género como matriz principal. En cada una de estas cuestiones, sin embargo, son otros los criterios que prevalecen. Y aunque el género no está de ningún modo ausente, existen otros criterios que demarcan diferenciaciones y desigualdades. Las características distintivas de cada una de las formas de danza son los principales determinantes de los criterios internos de diferenciación y de categorización, de los objetivos y finalidades, de las experiencias. Es posible decir que los principales conflictos y luchas, los principales capitales en disputa, las principales variables de diferenciación y de desigualdad, no se estructuran en torno al género.
En todos los casos, el criterio estructurador de las experiencias, las representaciones y las prácticas es la danza que se aprende y practica, en contraposición a las otras; y lo que diferencia a los grupos y determina desigualdades, es esta pertenencia, y dentro de cada danza, la adecuación o no a sus principios.
De todos modos, aunque la cuestión del género no sería suficiente para comprender completamente la red de significaciones en que se basa la práctica de la danza, sin la inclusión de esa dimensión no podríamos tener un conocimiento acabado de esas prácticas y de esas redes de sentido. El modo de acceso como estudiante a la Escuela de Danzas, por ejemplo, puede ilustrar el lugar que ocupan las diferencias de género en esta institución. Existen distintos criterios de ingreso para cada carrera. El ingreso a danza contemporánea, que se hace entre los 15 y los 23 años, y a danza – expresión corporal, sin límite de edad de ingreso, se realiza sin evaluación diagnóstica eliminatoria; sólo debe mediar una inscripción y la asistencia a un taller para ingresantes donde se dictan clases de movimiento. El ingreso a danzas clásicas, que se hace entre los 8 y los 11 años de edad, es más restrictivo: las y los aspirantes deben pasar una evaluación diagnóstica en la que se observan detalladamente sus características anatómicas y biomecánicas, bajo el supuesto de que deben contar con determinadas “condiciones” (esto es, una serie de características físicas con las que se cree que se debe contar, entre las que están la elasticidad y la flexibilidad de las articulaciones, las líneas estilizadas de los miembros, la fuerza y el arco del empeine, entre muchas otras) que se consideran necesarias para poder incorporar la técnica clásica. Tanto las niñas como los niños deben pasar por el mismo examen, pero como sólo el 1 % de los inscriptos son varones, generalmente se los inscribe aunque hayan obtenido un bajo puntaje. Esta ventaja con que cuentan los varones para ingresar no tiene que ver estrictamente con el hecho de ser varones, es decir, lo que tiene valor no es lo masculino en sí, sino que lo que les da valor es que son un capital escaso y necesario (por ejemplo, el pas de deux es un elemento central en las coreografías de ballet). La mayor facilidad para los varones en el acceso, la promoción y el éxito en la carrera, por lo tanto, depende más de su escasez que de una mayor valoración de lo masculino. De modo que, cuando el género estructura desigualdades en las trayectorias de formación, lo hace más en función de una diferencia numérica que de una construcción valorativa.
La adscripción de género y la sexualidad está presente en los relatos de vida de estudiantes y docentes de danza (especialmente en los varones, y en una asociación frecuente entre comenzar a hacer danza y “salir del placard”). También, al intentar reconstruir la historia de las danzas académicas y las significaciones sociales de la danza, es necesario tomar en cuenta los procesos de generización asociados y los diferentes modos de construcción de lo femenino y lo masculino que se han dado.
Las prácticas corporales como prácticas generizadas
De acuerdo a Dana Britton (2000), cuando decimos que una organización o una ocupación están generizadas podemos estar refiriéndonos a tres cuestiones: en primer lugar, se debe tener en cuenta que las organizaciones burocráticas típicas están inherentemente generizadas, es decir, han sido definidas, conceptualizadas y estructuradas en términos de la distinción entre masculino y femenino, y suponen y reproducen las diferencias de género. En segundo lugar, podemos decir que una organización o una ocupación están generizadas cuando están dominadas por varones o por mujeres; en este punto, se debe tener en cuenta que decir que una ocupación está generizada, ya sea masculinizada o feminizada, no es lo mismo que decir que está dominada por varones o por mujeres cuantitativamente: por esto, se debe distinguir entre tipología de género (por ejemplo, si las actividades que en ella se realizan son consideradas propias de mujeres o de varones) y composición sexual de una determinada organización u ocupación, aspectos que pueden o no coincidir. En tercer lugar, podemos hablar de generización cuando una organización u ocupación está descripta y concebida en términos de un discurso que deriva de masculinidades y femineidades definidas hegemónicamente.
En el caso de las danzas académicas, por ejemplo, podemos decir que se trata de una actividad con predominancia numérica femenina, que se encuentra generizada debido a que, por un lado, es considerada en nuestra sociedad una práctica eminentemente femenina: en la compilación realizada por Roger Copeland y Marshall Cohen en What is dance? (1983), David Lewin [1977] y Francis Sparshott [1981] se preguntan, en diferentes textos, por qué la filosofía ha ignorado a la danza. Junto con otros factores que explicarían el poco o nulo interés que la filosofía ha depositado en la danza, ambos acuerdan en que, dada la matriz del dualismo espíritu/carne o mente/cuerpo y el carácter patriarcal de nuestra sociedad, la danza, por estar asociada al cuerpo y a lo femenino, ha sido considerada un tema menor y hasta deleznable. Por otro lado, porque, especialmente en el caso de la danza clásica, ha sido definida de acuerdo a sentidos hegemónicos asociados a lo femenino y lo masculino.
Considerando particularmente el caso de la danza clásica, se trata de una actividad generizada porque está definida de acuerdo a sentidos hegemónicos asociados a lo femenino y lo masculino, sobre todo en cuanto a cuáles son las particularidades, el “deber ser” y las diferencias entre varones y mujeres, así como en las concepciones sobre sus modos de relación.
La danza clásica ha estado signada desde sus orígenes (en 1.661 en la corte de Loui XIV se inició la codificación de los principios y los fundamentos del ballet clásico) por la construcción de modelos idealizados de mujer y de varón, con los consiguientes modos de movimiento, que están claramente diferenciados por género en las coreografías. En los primeros tiempos, el ballet clásico estuvo dominado por hombres (tanto los coreógrafos como los intérpretes eran varones cortesanos). Luego de la profesionalización de la danza, con la retirada de los cortesanos de la práctica del ballet, aparecieron bailarinas mujeres; pero hasta el siglo XVIII las estrellas de ballet más reconocidas eran hombres. En esos tiempos, se consideraba “distinguidos” tanto a los hombres como a las mujeres que tenían un comportamiento marcado por la cortesía, la delicadeza y el refinamiento, de las palabras, los movimientos y las actitudes.
En el siglo XIX, bajo la influencia del Romanticismo, tiene lugar un proceso por medio del cual se produce la glorificación de la bailarina, con lo cual las mujeres pasan a ocupar un lugar central dentro del ballet. El ideal romántico de mujer, con la exaltación de características como el ser etérea, leve, liviana y extraterrena (en este momento, por ejemplo, se comienzan a usar las zapatillas de punta, auxiliares de combate que emprenden las bailarinas con la ley de gravedad), coincidió con un cambio en el ideal masculino, que hizo que los bailarines varones se comenzaran a considerar “feminizados” e incluso indecentes. En este período, los bailarines pasaron a un plano secundario y subalterno, limitándose a un rol de porteurs de las bailarinas.
De todos modos, la preponderancia de las mujeres en el período romántico del ballet fue sobre todo en su carácter de intérpretes, musas inspiradoras y objeto de representación, mientras que los varones se reservaron la preeminencia como coreógrafos y teóricos de la danza: una división del trabajo, por cierto, generizada, en línea con las representaciones hegemónicas acerca de las actividades femeninas y masculinas. Más tarde, en las primeras décadas del siglo XX, el bailarín y coreógrafo Michel Fokine rompió con esta tradición creando coreografías especialmente pensadas para ser realizadas tanto por bailarinas como por bailarines, creando ballets en los cuales el bailarín jugaba una parte más importante. Guiaba su trabajo la idea de que cada sexo tenía sus “talentos específicos”, que se debían realzar las características especiales de cada sexo, y que se debía mantener la igualdad entre varones y mujeres.
Actualmente, muchos coreógrafos y coreógrafas de ballet entienden que, dado que el pas de deux representa el encuentro romántico entre un varón y una mujer, se debe buscar el equilibrio entre los dos roles, permitiendo que el bailarín vaya más allá del rol de levantar, sostener y mostrar a su compañera. En las últimas cinco décadas, luego del lento resurgimiento que la figura del danseur tuvo tras décadas de estar tapado por las polleras de tul, algunos de los nombres más resonantes del ballet han correspondido a bailarines varones. El resurgimiento de la figura del bailarín los encuentra definidos de acuerdo a un ideal de masculinidad hegemónica: se los elogia por su fortaleza, su vigor, su virilidad, manifestados en sus movimientos; valores a los que se agregan (siempre que pre-existan los anteriores) otros como la gracia, la delicadeza, la belleza, la fluidez en las líneas del movimiento, la sensibilidad y la capacidad de expresar emociones. Este reposicionamiento de los bailarines se corresponde con las transformaciones ocurridas en las artes del movimiento desde las primeras décadas del siglo XX, inaugurando la danza moderna, y más profundamente desde los `60, con la aparición de la danza contemporánea. En la danza moderna y contemporánea, las coreografías suelen tener una división menos tajante entre bailarines y bailarinas, con modos de movimiento y pasos no diferenciados por género.
En el caso de las danzas académicas, por ejemplo, podemos decir que se trata de una actividad con predominancia numérica femenina, que se encuentra generizada debido a que, por un lado, es considerada en nuestra sociedad una práctica eminentemente femenina: en la compilación realizada por Roger Copeland y Marshall Cohen en What is dance? (1983), David Lewin [1977] y Francis Sparshott [1981] se preguntan, en diferentes textos, por qué la filosofía ha ignorado a la danza. Junto con otros factores que explicarían el poco o nulo interés que la filosofía ha depositado en la danza, ambos acuerdan en que, dada la matriz del dualismo espíritu/carne o mente/cuerpo y el carácter patriarcal de nuestra sociedad, la danza, por estar asociada al cuerpo y a lo femenino, ha sido considerada un tema menor y hasta deleznable. Por otro lado, porque, especialmente en el caso de la danza clásica, ha sido definida de acuerdo a sentidos hegemónicos asociados a lo femenino y lo masculino.
Considerando particularmente el caso de la danza clásica, se trata de una actividad generizada porque está definida de acuerdo a sentidos hegemónicos asociados a lo femenino y lo masculino, sobre todo en cuanto a cuáles son las particularidades, el “deber ser” y las diferencias entre varones y mujeres, así como en las concepciones sobre sus modos de relación.
La danza clásica ha estado signada desde sus orígenes (en 1.661 en la corte de Loui XIV se inició la codificación de los principios y los fundamentos del ballet clásico) por la construcción de modelos idealizados de mujer y de varón, con los consiguientes modos de movimiento, que están claramente diferenciados por género en las coreografías. En los primeros tiempos, el ballet clásico estuvo dominado por hombres (tanto los coreógrafos como los intérpretes eran varones cortesanos). Luego de la profesionalización de la danza, con la retirada de los cortesanos de la práctica del ballet, aparecieron bailarinas mujeres; pero hasta el siglo XVIII las estrellas de ballet más reconocidas eran hombres. En esos tiempos, se consideraba “distinguidos” tanto a los hombres como a las mujeres que tenían un comportamiento marcado por la cortesía, la delicadeza y el refinamiento, de las palabras, los movimientos y las actitudes.
En el siglo XIX, bajo la influencia del Romanticismo, tiene lugar un proceso por medio del cual se produce la glorificación de la bailarina, con lo cual las mujeres pasan a ocupar un lugar central dentro del ballet. El ideal romántico de mujer, con la exaltación de características como el ser etérea, leve, liviana y extraterrena (en este momento, por ejemplo, se comienzan a usar las zapatillas de punta, auxiliares de combate que emprenden las bailarinas con la ley de gravedad), coincidió con un cambio en el ideal masculino, que hizo que los bailarines varones se comenzaran a considerar “feminizados” e incluso indecentes. En este período, los bailarines pasaron a un plano secundario y subalterno, limitándose a un rol de porteurs de las bailarinas.
De todos modos, la preponderancia de las mujeres en el período romántico del ballet fue sobre todo en su carácter de intérpretes, musas inspiradoras y objeto de representación, mientras que los varones se reservaron la preeminencia como coreógrafos y teóricos de la danza: una división del trabajo, por cierto, generizada, en línea con las representaciones hegemónicas acerca de las actividades femeninas y masculinas. Más tarde, en las primeras décadas del siglo XX, el bailarín y coreógrafo Michel Fokine rompió con esta tradición creando coreografías especialmente pensadas para ser realizadas tanto por bailarinas como por bailarines, creando ballets en los cuales el bailarín jugaba una parte más importante. Guiaba su trabajo la idea de que cada sexo tenía sus “talentos específicos”, que se debían realzar las características especiales de cada sexo, y que se debía mantener la igualdad entre varones y mujeres.
Actualmente, muchos coreógrafos y coreógrafas de ballet entienden que, dado que el pas de deux representa el encuentro romántico entre un varón y una mujer, se debe buscar el equilibrio entre los dos roles, permitiendo que el bailarín vaya más allá del rol de levantar, sostener y mostrar a su compañera. En las últimas cinco décadas, luego del lento resurgimiento que la figura del danseur tuvo tras décadas de estar tapado por las polleras de tul, algunos de los nombres más resonantes del ballet han correspondido a bailarines varones. El resurgimiento de la figura del bailarín los encuentra definidos de acuerdo a un ideal de masculinidad hegemónica: se los elogia por su fortaleza, su vigor, su virilidad, manifestados en sus movimientos; valores a los que se agregan (siempre que pre-existan los anteriores) otros como la gracia, la delicadeza, la belleza, la fluidez en las líneas del movimiento, la sensibilidad y la capacidad de expresar emociones. Este reposicionamiento de los bailarines se corresponde con las transformaciones ocurridas en las artes del movimiento desde las primeras décadas del siglo XX, inaugurando la danza moderna, y más profundamente desde los `60, con la aparición de la danza contemporánea. En la danza moderna y contemporánea, las coreografías suelen tener una división menos tajante entre bailarines y bailarinas, con modos de movimiento y pasos no diferenciados por género.
Género, poder, agencia y subjetividad
Al medir el alcance de las teorías y los análisis centrados en el género, no deberíamos limitarnos a verificar si esta variable es central o no en el contexto específico del que nos ocupamos en nuestras investigaciones. Esto podría llevar a que, en los contextos en los que el género no es un factor explicativo saliente, obviemos considerarlo (entendemos, en definitiva, que el género, de una u otra forma, está presente y operando). Y sobre todo, nos podría alejar de la utilización de marcos analíticos que, aunque hayan sido producidos para estudiar relaciones de género, pueden aplicarse a otro tipo de relaciones. Entre estas problemáticas, seleccioné el problema de la agencia, tal como lo han aplicado Saba Mahmood y Sherry Ortner en sus análisis enfocados en la cuestión del género. Aunque sabemos que la cuestión de la agencia ha sido considerada para investigaciones en diversos ámbitos y de diferentes temas, el modo en que ha sido conceptualizada en los estudios desde el género mencionados constituye un su aporte al estudio del cuerpo y las subjetividades.
De acuerdo a Michel Foucault, así como la normalización que se ejerce sobre los cuerpos impacta en los sujetos, las prácticas de libertad del cuerpo repercuten en la formación de subjetividades. Entre estas últimas, distingue las ideas de liberación, de las prácticas de libertad. En las primeras subyace la creencia en “una naturaleza o un fondo humano que se ha visto enmascarado, alienado o aprisionado en y por mecanismos de represión” con lo cual “bastaría con hacer saltar estos cerrojos represivos” (1996 [1982]: 95), cuando en realidad esa liberación no podría cumplirse sin la construcción de prácticas de libertad, que definirán formas de existencia. Las prácticas de libertad van más allá de la emancipación de los mecanismos represivos, e implican superar y controlar la apertura de un nuevo campo de relaciones de poder. De este modo, la resistencia está dada por un enfrentamiento al modo en que el poder se ejerce, y conlleva la creación de nuevos modos de vida, fuera del modo establecido de ejercicio del poder. En la perspectiva foucaultiana la subjetivación tiene lugar cuando se producen prácticas de resistencia, de subversión, de creación de nuevos modos de existencia.
Saba Mahmood (2006), dentro de su interés por los modos posibles que puede tomar la capacidad de agencia (en el contexto específico de las mujeres egipcias musulmanas que participan en el movimiento de las mezquitas), se apoya en la perspectiva del postestructuralismo para desplegarla y revisar algunas de sus concepciones. Además de proponer la discusión de las nociones liberales de libertad y autonomía que guían muchas concepciones sobre el agenciamiento, postula que no toda agencia es resistencia, es decir, que la resistencia es sólo una forma de agencia entre otras. En el post-estructuralismo, la capacidad de agencia contemplada es aquella que toma la forma de resistencia, de subversión o de resignificación, entendidas en oposición a la represión, la dominación y la subordinación. Criticando esto, para Mahmood la agencia, en un sentido más extenso, es una “modalidad de acción”, que incluye el sentido de sí, las aspiraciones, los proyectos, la capacidad de cada persona para realizar sus intereses, el deseo, las emociones, las experiencias del cuerpo.
Distinguir el concepto de agencia de la noción de resistencia a la dominación, permite entender a la agencia como “una capacidad para la acción creada y propiciada por relaciones de subordinación específicas” (ibid.:133). Para construir esta definición se apoya en lo que Foucault ha llamado “paradoja de la subjetivación”, refiriéndose a que la producción de subjetividades (en algún sentido, la des-sujeción) puede producirse en el marco mismo del ejercicio de las relaciones de poder; proceso que “no sólo asegura la subordinación del sujeto a las relaciones de poder, sino que también produce los medios a través de los cuales él se transforma en una entidad auto-conciente y en un agente” (ibid.:121). De este modo, la agencia también sería un producto de las relaciones de poder. De este modo, la agencia no se limita a una oposición a las normas (frente a su acatamiento), sino que puede producirse al interior mismo de las normas: hay situaciones en que una norma posibilita lo opuesto a lo que quiere construir. La agencia dentro mismo de las normas puede producirse debido a que las normas pueden ser “performadas, habitadas y experienciadas de varias maneras” (ibid.: 136), y no sólo consolidadas o subvertidas. Por ejemplo, la agencia puede estar en el modo en que una determinada norma es acatada, en cómo es vivida y experimentada su incorporación.
En una perspectiva semejante, a Sherry Ortner (2006) la exploración de las relaciones entre agencia y poder la ha llevado a reconocer que la agencia va más allá de la oposición a los mecanismos de dominación. Entendiendo que la agencia es una propiedad universal de los sujetos sociales, desigualmente distribuida y culturalmente construida, distingue analíticamente dos formas de agencia, que en la prácticas son inseparables: una es la agencia como intención, y otra es la agencia como resistencia al poder. Mientras que esta última es un modo oposicional de agencia, un ejercicio de poder o contra el poder, organizada en torno al eje de dominación y resistencia; la agencia como intención es entendida como “una acción cognitiva y emocional orientada hacia un propósito”, que no necesariamente es conciente, pero que se diferencia de las prácticas rutinarias (aunque existe un continuum entre ambas) por ser una acción intencionada. No todas las consecuencias de estas acciones son intencionales; como resultado de aquellas pueden producirse consecuencias no esperadas, en las que puede residir la posibilidad de transformación, de producir un “cambio en el juego”. Estas acciones tienen que ver con perseguir metas, proyectos y deseos culturalmente situados, que pueden ser individuales o colectivos. La distinción entre dos modos de agencia no implica creer que en la agencia como intención no estén también presentes relaciones de poder; en ambas encontramos relaciones de poder; pero la diferencia está en que en la agencia como intencionalidad el eje principal no es la resistencia o la dominación, sino que pasa por los logros que en un contexto particular se consideran deseables.
Aunque me centraré solamente en las autoras mencionadas, otras investigadoras del género sostienen la importancia de los modos de agencia que tienen que ver con la subjetividad. Joan Scott (1991; citado por Cornwall y Lindisfarne, 1994) llama a analizar las prácticas de resistencia cotidianas, la agencia que está presente en “las actividades mundanas, informales, difusas y usualmente individualistas” (ibid.: 24), a través de las cuales los relativamente débiles pueden responder a las ideologías dominantes, obteniendo ventajas concretas o restableciendo su integridad y su autoestima. Mientras que las actividades revolucionarias son excepcionales, más comúnmente, aunque menos visiblemente, los relativamente débiles utilizan un modo de agencia que les permite maximizan sus ventajas por dentro del sistema que los desempodera. Del mismo modo, Bonnie Mc Elhinny encuentra que hay agencia “en el desarrollo del estilo de vida, el comportamiento, la forma de hablar y la forma de ser” y en “las propias elecciones ocupacionales, historias personales, sexualidad, estilos de vida y más” (1994: 166).
Todas estas dimensiones de la agencia son centrales para comprender, por ejemplo, las experiencias que tienen lugar en relación al aprendizaje de la danza. El análisis de estas prácticas, donde fundamentalmente se educa a los cuerpos y se construyen formas especiales de sujetos corporizados, permite aproximarse a las relaciones que existen entre la construcción de sujetos objetivados por el poder y la producción de sí mismo como sujeto. Dentro de esta cuestión, es posible acercarse al problema de las relaciones entre la construcción de sí mismo como sujeto dentro de la lógica del poder, y la construcción de sí mismo como una manera en la que, desde el interior de las formas que hacen de nosotros unos sujetos, podamos apropiarnos de esas determinaciones y usarlas libremente.
Entendiendo que el proceso de formación en danzas no implica sólo la producción de cuerpos hábiles en ciertas formas de movimiento, sino también la construcción de sujetos que colocan sus cuerpos en la práctica de la danza (particularmente, la construcción de una cierta relación de los sujetos con sus cuerpos, y de visiones de sí en relación a experiencias y representaciones corporales vigentes en cada forma de danza), me pregunto ¿cuáles son los modos de subjetividad y las posibilidades de agencia que tienen lugar en relación con esta formación?
Para responder a esta pregunta, tomaré el caso del aprendizaje de danzas clásicas. Las y los estudiantes de danza deben pasar por un entrenamiento a largo plazo, gradual, constante, sistemático, exigente y riguroso, con el que se busca formar un cuerpo que se adecue completamente a los requerimientos de la técnica clásica, una técnica que tiene como fundamento una exploración y racionalización detallada del cuerpo, para lograr el total control de cada una de sus partes. Durante el entrenamiento no sólo se incorporan pasos y combinaciones; también se incorpora una relación exacta y minuciosa con las diferentes partes del cuerpo, con el espacio, y también con el tiempo. Para esto se ha organizado un control disciplinario1 sobre el movimiento, que define formas, espacios y tiempos, educando al cuerpo para aumentar su rendimiento, su capacidad, su habilidad, su eficacia. La rutina domina el cuerpo de bailarinas y bailarines, en una relación regulada y milimétrica con sus fragmentos.
Tras las largas horas de práctica, esa técnica se va imprimiendo en los cuerpos. Esto resulta en cuerpos que comúnmente se reconocen a simple vista como formados por y para el ballet, incluso cuando no están bailando; la postura, la posición de la cabeza, la rotación de los pies, son huellas que quedan tras el entrenamiento riguroso que lleva al cuerpo a una configuración que no es de la vida cotidiana.
En este marco de técnica, disciplina y codificación estricta, ¿cuál es el lugar de la subjetividad y de la agencia? Los dispositivos disciplinarios crean sujetos y los atraviesan, pero ese atravesamiento no ocurre de una manera completa y total. Las bailarinas y los bailarines dicen sentirse libres cuando bailan, dicen sentir felicidad y placer. Desde el ballet se percibe que la internalización completa de la técnica, la formación de una memoria mecánica, es lo que hace posible expresarse. A esta incorporación de la técnica está supeditada la posibilidad de dejar de pensar en ella y dedicarse a disfrutar del bailar. Las mismas personas que bailan ballet que ponderan el valor de la técnica, de los límites duros para el cuerpo, de las condiciones físicas como el principal capital material y simbólico, también hablan de placer, de sentir, de expresar sentimientos y emociones. Ahí radica muchas veces la efectividad de las tecnologías del cuerpo: entre sus productos también está la seguridad, y también está el placer.
El ballet es una práctica eminentemente disciplinaria, que nos permite visibilizar el componente de producción de subjetividades que tienen las disciplinas y el control biopolítico de la existencia, y nos permite también comprender que todo ejercicio de poder puede dejar grietas por donde se cuela la posibilidad de subjetivación y de agencia. Cuando las bailarinas y los bailarines de ballet bailan, son quienes deben ser dentro de una determinada tecnología, sienten lo que deben sentir, se construyen de la manera en que deben construirse. Pero también, muchas veces experimentan la sensación de poder que da el manejo del propio cuerpo, y aún desde una danza realizada a partir de un cuerpo cronometrado y milimétricamente trabajado, sienten placer y se sienten libres. Más aún, es el resultado esperado por ese mecanismo de disciplinamiento particular (el cuerpo cronométrica y milimétricamente controlado para que se mueva dentro de los límites de una técnica estricta) el que permite la experiencia de llevar el propio cuerpo más allá de sus límites, experiencia deseada, que produce placer y sensación de poder. En la efectividad misma de la técnica reside la posibilidad de agencia. Girar y girar sobre la punta de los dedos de un pie es principalmente una exhibición de virtuosismo técnico, y el resultado de años de ejercicio de una práctica disciplinaria sobre el cuerpo; pero también significa, para quien lo hace, la experiencia de burlar la ley de gravedad, de conocer y manejar el propio cuerpo, de crear, de hacer arte.
En estos casos, es sutil el límite entre la construcción de subjetividad y de agencia, por un lado; y, por otro lado, la producción de sensaciones de placer y de libertad que se producen como resultado de la efectividad de ciertas relaciones de poder, y de tecnologías que en gran parte se mantienen gracias a esas sensaciones. De todos modos, esta sutileza se pierde si consideramos que la agencia y la posibilidad de subjetivación (es decir, de construirse a sí mismo como sujeto) sólo está en la resistencia, en el rechazo y en la ruptura de esas matrices de relaciones de poder; de ser así, todo cuanto no sea resistencia sería acatamiento, y hemos visto como también hay agencia y subjetivación dentro mismo de lo construido por las tecnologías de poder.
Los cambios en la percepción sobre sí mismo y en el modo de experimentar el propio cuerpo, en algunos casos proporciona un sostén y un incentivo para mantenerse dentro de la práctica del ballet, y en otros casos desemboca en el abandono de la práctica. El pasaje de la danza clásica a la danza contemporánea, por ejemplo, es una consecuencia no intencionada de la disciplina del clásico que representa también un modo de agencia. En otras palabras, mientras que en algunos sujetos la técnica clásica en sí abre las posibilidades de agencia (bajo la forma del deseo de continuar haciendo entrar el cuerpo en esa técnica y la técnica en ese cuerpo, tras el empoderamiento y el placer que resulta de llevar el cuerpo cada vez más allá de su límite), en otros sujetos determina el abandono de la danza clásica, que comienza a ser percibida como demasiado rígida y estructurada, buscando otras formas de danza que permitan desplegar y explorar más profundamente, o de otros modos, las posibilidades del cuerpo en movimiento.
¿Hacia dónde vamos ahora? La propuesta es sumar matrices teóricas, perspectivas analíticas, enfoques metodológicos y experiencias, que posibiliten hacer preguntas sobre el cuerpo y desde el cuerpo.
1 Esta tecnología disciplinaria en particular forma parte de la red de somato-poder y de bio-poder que controla y regula a los cuerpos individuales y a las poblaciones. En palabras de Michel Foucault: “las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos” (1992 [1977]: 156). Estas redes de relaciones de poder que atraviesan y penetran en los cuerpos tienen una doble forma de ejercicio: la disciplina (o anátomo-política del cuerpo humano) y la bio-política. La primera de las tecnologías de poder, que se desarrolló desde el siglo XVII, se centró en el cuerpo concebido como máquina, involucrando y tratando de asegurar “su educación, el aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en sistemas de control eficaces y económicos” (Foucault, 2002 [1976]: 168), tendiendo a una maximización de la capacidad productiva y a la minimización de la capacidad de resistencia de los seres humanos a través del control de sus cuerpos. La segunda, formada hacia mediados del siglo XVIII, se centró en el cuerpo-especie, “en el cuerpo transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar” (ídem), tomando a su cargo estos problemas por medio de una serie de intervenciones y controles reguladores de la población. Disciplina y biopolítica, finalmente, deben ser entendidas como procesos que coexisten y se complementan.
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